Al encuentro de la vocación

 

Capítulo 1 del libro "Cómo acertar con mi vida. La mirada del hombre ante su destino". Juan Manuel Roca.

I. Itinerario para el encuentro

1. Libertad, verdad y compromiso en el encuentro

Dicen que los vikingos fueron los primeros en llegar a las costas de América. No pongo en duda semejante posibilidad, pero lo que sí está claro es que no encontraron América. Por el contrario, Cristóbal Colón, intentando demostrar la posibilidad de una nueva ruta hacia las Indias, fue quien verdaderamente descubrió América, aunque en un principio no supiese que se trataba de un nuevo continente. Con su proyecto propició un encuentro que ha sido uno de los sucesos más importantes de la historia de la humanidad; un encuentro entre culturas y una visión nueva que completaba el marco geográfico de la existencia del hombre sobre la tierra.

He querido utilizar esta comparación para subrayar que sólo si sé a dónde quiero ir estoy en condiciones de diseñar la mejor ruta y las etapas que me llevarán a mi meta. Colón diseñó un itinerario que, tal como él veía entonces las cosas, le tendría que haber llevado a la India. Sus previsiones no se cumplieron, pero sin semejante apertura jamás habría llegado a una meta aún más extraordinaria: el descubrimiento de un nuevo e inmenso continente.

Mi vida y la tuya son también un apasionante viaje que, teniendo el mismo destino, presenta siempre un camino particular para cada uno. Y es necesario que cada cual asuma la responsabilidad de proyectar y trazar su ruta para llegar a ese destino: sólo con esa actitud de empeño personal nos ponemos en condiciones de ir más allá, de descubrir verdaderamente el valor insospechado de nuestra vida y los horizontes inmensos que se abren ante ella.

Es a esto a lo que llamo el encuentro. Se podría definir como el acontecimiento que me hace capaz de descubrir los valores que se encierran en la realidad. Es una luz sobre mi vida, en todas sus dimensiones, que me permite ordenar y diseñar las etapas de un viaje personal extraordinario. Para entender la existencia humana es necesario entender ese encuentro, que es algo mucho más rico que un simple choque entre dos objetos. El encuentro implica intercambio de posibilidades, capacidad de iniciativa; es una realidad dinámica y con mucho de aventura. Es saber descubrir mi lugar y mi función dentro de la vida. No es lo mismo llegar a las costas de América que descubrir América.

Es indudable que ese encuentro ha de darse en apertura hacia el exterior. Yo actúo como persona cuando no me muevo sólo a impulsos de mis propias pulsiones, creando la realidad desde mí mismo, desde mi parecer, pues entonces jamás podría reconocer que eso que yo creía la India es algo absolutamente distinto. Soy más libre cuanto más acepto la verdad que se evidencia ante mí, aunque se oponga a lo que en un principio tenía por definitivo. Por eso, al ser libre, escojo las acciones que me permiten crecer y no encerrarme en la cámara oscura de mi subjetividad. Amar la verdad es condición de mi libertad.

Es cierto que esto se percibe con mayor claridad cuando se trata de realidades físicamente abarcables, como en el caso del descubrimiento de América. Pero ¿qué sucede con el conocimiento de realidades de carácter espiritual, como las artísticas y las religiosas? El encuentro con esas realidades no es tan materializable como en lo físico: no se me imponen por sí mismas, como la ley de la gravedad o el tamaño de un continente, de manera que si no busco personalmente conocerlas y asimilarlas, su verdad puede no afectar a mi vida en cuanto se configura basándose en decisiones libres.

En definitiva, el conocimiento propio de las realidades espirituales supone una opción personal, una actitud comprometida ante la verdad que tiene estos rasgos principales: humildad, disponibilidad, entrega, voluntad de entrar en una relación de trato y participación, compromiso, amor.

Ya se ve que, aunque no es extraño que muchos confundan este tipo de conocimiento con algo meramente subjetivo, una especie de gusto o sensibilidad peculiar de cada persona, nada hay más lejos de la realidad. Una persona que se comporta como dueña absoluta de su vida, aunque se mueva con una libertad de maniobra total, poniéndolo todo a su servicio y decidiendo exclusivamente según sus preferencias—gustos, sensibilidad— de cada momento, no ha comenzado aún a ser libre.

El mero elegir libremente es condición para la libertad, pero no constituye la verdadera libertad interior. Soy libre cuando estoy en disposición de asumir libremente como proyecto personal el reto de llegar a ser en plenitud lo que realmente soy. Sólo estaré en condiciones de hacer un uso correcto de la libertad, y por tanto de ser plenamente libre, si el conocimiento de mi realidad es verdadero y si mis elecciones me llevan a realizar verdaderamente la vocación y misión de mi vida, a ser libremente quien soy.

Es esencial, por tanto, la exigencia de apertura al exterior, sólo posible desde la realidad de mi libertad. Por eso, para que el hombre pueda encontrarse a sí mismo, en su plenitud humana, debe alcanzar una madurez personal que se manifiesta en disposiciones y virtudes tan fundamentales como la veracidad, la apertura de espíritu, la confianza y la sencillez, la tenacidad y la fidelidad, la magnanimidad y la generosidad, de las que luego hablaremos.

Ya hemos visto que no existe verdadera libertad cerrada en sí misma: lo que constituye en tal al hombre es la asunción de valores, de encuentros, la práctica de virtudes. La verdadera libertad va unida al compromiso y a la vinculación con lo que encierra un valor. El encuentro lleva al hombre a dar lo mejor de sí mismo y lo edifica en la doble vertiente personal y comunitaria. Por eso, en el plano religioso, ante la posibilidad de escoger, el que es verdaderamente libre escoge aquello que más agrada, no a él, sino a Dios, fundamento verdadero de su existencia.

2. Para acertar a reconocer el encuentro

Lo que aquí entendemos por encuentro no es el simple cruzarse con la realidad por parte del hombre. No lo son el toparse con alguien en la esquina o la relación que suele darse en un autobús. En el verdadero encuentro (encuentro personal) sale a la luz la singularidad, atrayendo mi atención a la vez que pone en juego mi libertad para absorber esa vivencia existencial desde mi querer.

En la historia de los grandes descubrimientos siempre se pueden delimitar una serie de presupuestos o combinaciones de factores, a veces fortuitos, que los hacen posibles. Lo mismo podemos decir para el encuentro: no siempre llega a producirse, aunque la verdad está ahí.

Ante un hecho concreto unos no percibirán nada extraordinario; otros reaccionarán negativamente, quizás molestos; y habrá otros que en tal suceso perciban, en cambio, un hondo significado para sus vidas. ¿Por qué los hombres responden con reacciones tan variadas ante las mismas condiciones o sucesos?

Son muchos y diversos los factores que pueden provocar tal pluralidad de reacciones. Si tuviera que señalar ahora algunos que parecen definitivos para que se produzca el encuentro tal y como lo venimos entendiendo, propondría los siguientes:

- Oportunidad del momento
- Apertura
- Atención
- Disponibilidad

Todo encuentro auténtico es regalado, inmerecido. La verdad me sale al encuentro y yo la integro, la asimilo de acuerdo conmigo. La clave del encuentro es la libertad. Cuando uno encuentra su vocación —dirá Polo— ha de vivirla, y al vivirla, la verdad se despliega a partir de su encuentro. El que asegure que la verdad no existe no es libre, porque la verdad sale al encuentro sólo al ser libre. El hombre no es libre ante la verdad, es la verdad la que le hace libre.

Además, lo que distingue el encuentro es el aspecto creativo: los ojos, el corazón y el espíritu se abren en respuesta al hecho de verse tocados e interpelados desde fuera.

Encontrar la verdad despierta una inspiración. En el encuentro hay gozo, situación de sobreabundancia. Lo que mueve en el encuentro con la verdad es generosidad pura. Del encuentro surge el conocimiento fecundo, la semilla creadora. En el encuentro brota el misterio.

La siguiente reflexión de Romano Guardini nos lleva al meollo del encuentro. ""Quien quisiere poner a salvo su vida, la perderá; mas quien perdiere su vida por mi causa, la hallará". Vida, alma, podemos traducir: "sí mismo en el propio ser". Quien se aferra a su sí mismo en su propio ser, lo perderá; quien lo pierde por causa de Cristo, lo encuentra". Parece una paradoja, pero es la expresión exacta de una conducta fundamental de la existencia humana. El hombre llega a ser él mismo liberándose de su egoísmo.

Por esto conviene que nos preguntemos seriamente qué actitud adoptamos ante lo que nos rodea, cómo es nuestro modo de mirar la realidad.

3. Aprender a mirar

Nuestra mirada hacia las realidades, humanas o sobrenaturales, puede ser muy distinta según seamos superficiales (mirada pragmática) o profundos (mirada al ser).

La mirada pragmática—pragmatismo, utilitarismo— es racionalidad cuantificadora a la que no le interesa qué son las cosas en sí mismas, sino cómo se puede intervenir sobre ellas para someterlas al propio interés. El bien del hombre se traduce, así, en satisfacción de necesidades y la verdad se considera en términos de eficacia: verdadero sólo es lo que se adecua a mis deseos. El hombre que cifra su entidad en su capacidad de dominio se revela en el fondo como un ser de necesidades.

En la mirada al ser —una mirada atenta, respetuosa, amorosa, abierta—, las cosas se revelan, la realidad se entiende como un don o regalo, el hombre se comprende como un ser de realidades, es alguien—no algo— "único en el mundo". El tiempo se mira como donación de uno mismo y la libertad se convierte en la capacidad para disponer radicalmente de sí mismo: poder darse, autodeterminarse. Soy yo quien, porque quiero, me determino a mí mismo a tomar postura y actuar, porque la iniciativa parte de mí, soy dueño de mis propios actos y puedo responder de ellos.

El verdadero encuentro con la verdad, con los ideales, con otras personas, con Dios, se podrá dar siempre que no tengamos una actitud de dominio o posesión. Los acontecimientos propiamente humanos son aquellos en los que la persona sale de sí misma. El encuentro es el comienzo de ese proceso. Podemos ir más allá de nosotros mismos en pos de lo que nos sale al encuentro.

Si lo que buscáramos en nuestra vida fuera a nosotros mismos, nos cerraríamos. El afán de dominio o posesión quiere forzar a la realidad a crecer desde nosotros, como propiedad nuestra. Y por muy grande que se haga esa propiedad, siempre será propiedad particular en la que las personas que se van incluyendo se convierten en útiles, ya sean para trabajo, para ocio, para inquietudes, para llenar los afectos y sentimientos.

En cambio, si la vida de una persona es buscar lo que se le da como algo que se le da, es decir, si va creciendo en la capacidad de abrirse a los dones (los otros, el Otro, como fin) esa vida se transforma en un gozar de la realidad que se abre a su admiración y conocimiento, y permite conocerla y conocerse a sí mismo, usar de las cosas y amar a las personas y a si mismo.

El amor es un aumento, un crecimiento en la apertura a los otros (que siempre son fines, nunca medios para algo). La libertad fundamental consiste en poseernos en lo que somos. Y en lo que somos se incluye esencialmente el estar abiertos a los demás. Si el hombre se busca a sí mismo prescindiendo de algo que él es esencialmente la apertura a los otros , empequeñece su libertad fundamental y se desarraiga de sí mismo.

4. La mirada ante la vocación

Todo lo anterior vale para el encuentro entendido en su sentido más amplio y general: pequeños y grandes descubrimientos, percepción de verdades, valoración de los demás, etc. Pero de una manera especialísima se refiere al encuentro con la propia vocación.

Ya hemos dicho que el encuentro no siempre se produce, y que hay diversos factores que influyen en ese hecho: unos exteriores al menos en parte , como la oportunidad del momento, y otros que dependen de una serie de disposiciones personales del sujeto (he enumerado: apertura, atención y disponibilidad). Pues bien, ¿qué condiciones deben darse en la mirada para que la libertad y la verdad puedan encontrarse, haciendo posible descubrir y realizar la vocación personal? He aquí algunas:

- Generosidad. El encuentro con la vocación no se puede dar en forma de dominio o posesión. Generosidad procede del latín "gignere" (engendrar). Es generoso el que crea vida, la otorga y la incrementa. Si se mira la vocación con criterios de utilidad-para-mí se rebaja. El egoísmo, el encerrarse en sí mismo constituyéndose en centro, criterio y fin de todo, es el camino más directo hacia la propia autodestrucción e infelicidad.

- Disposición abierta. Es estar a la escucha y atender. Estar disponibles exige no estar repletos de sí mismos, y también no ir con prisas, en un activismo desbordante que no permite interesarse por nada que no parezca "urgente". Parece como si nos realizáramos siempre hacia fuera, y nunca hacia dentro. Decía Pascal: "han caído sobre nosotros todos los males porque el hombre no sabe sentarse solo tranquilamente en una habitación".

- Integrar en lo mejor de nosotros mismos. Quien se mueve sólo en el ámbito sensorial, en el nivel de los sentimientos, sensaciones e impresiones, se termina encontrando aislado. Hay que respetar todos los modos de ser de la realidad, y ciertas realidades como la vocación , para ser conocidas adecuadamente, exigen una mirada profunda, interior; piden ser integradas en nuestra intimidad: sólo en ese nivel se da la escucha de la que acabamos de hablar. Esto requiere evitar la dispersión, pues el pensamiento superficial va unido a una vida superficial. La actitud habitual que otros llaman recogimiento nos capacita para dominarnos interiormente y dominar la vida desde el ámbito de nuestra verdad más profunda y personal.

- Veracidad. Encontrarse con la verdad—ya lo hemos visto— no es simplemente estar cerca de ella, sino integrarla en uno mismo, reconocerla como verdad sobre sí mismo. La verdad más radical que el hombre puede encontrar en esta vida es la verdad personal: su vocación. Y si no se llega al encuentro con la vocación, no hay una tarea asumible como sentido de la existencia, no hay coherencia posible, ni verdadera libertad: se vive de la casualidad.

- Respeto. Respetar es estimar, estar a la vez cerca y a cierta distancia (cuando se invade posesivamente lo que se tiene cerca, se lo deforma para adaptarlo a la propia conveniencia). Toda vocación es un encuentro con Cristo y para eso es necesario estar cerca, crear vínculos. El distanciamiento, sosiego espiritual, clarifica la mirada para discernir lo que nos es dado. El respeto hace apreciar la vocación como algo tan propio y tan familiar que es mío y, a la vez, como un don recibido que no debo manipular, sino acoger y secundar.

- Actitud de agradecimiento. Capacidad de asombrarse ante lo valioso, que lleva a aceptarse a sí mismos por ser nuestra vida un don inmenso e inmerecido. La gratitud es una de las actitudes básicas del ser humano, y se ha de dirigir hacia Dios, dador de la existencia y de la gracia, y hacia los hombres (D. Von Hildebrand). El gran enemigo del hombre es la indiferencia porque en la indiferencia todo se reduce, todo da lo mismo porque todo es lo mismo, ya que en última instancia todo acabará con la muerte (Libro de la Sabiduría, cap. IX). Con razón se ha dicho que lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia. En la gratitud viven la verdad, la libertad, la humildad, la bondad y la magnanimidad. Agradecer —como amar, alabar y glorificar— pertenece a la vida que permanecerá en la eternidad sin fin.

- Confianza. Abrirse a la vocación significa entrega y eso implica cierta dosis de riesgo. Algunos querrían contar con una absoluta seguridad —estar, no ya seguros, sino asegurados— a la hora de decidir sobre su futuro, y la única seguridad inconmovible en esta vida es Dios: Si no se pone la confianza en Dios, que no engaña ni traiciona, entonces toda seguridad parece poca —con razón— y la indecisión se instala en el ánimo.

- Compromiso en los valores. Es necesario contemplarse dinamizado interiormente por Dios, comprender la belleza de pertenecer enteramente a Dios. La virtud de la magnanimidad —muy relacionada con la humildad y con la fortaleza— consiste en la disposición del ánimo hacia las cosas grandes y la llama Santo Tomás ornato de todas las virtudes. El magnánimo se plantea ideales altos y no se amilana ante las críticas ni los desprecios, no se deja intimidar por los respetos humanos, le importa más la verdad que las opiniones. Cultiva un alma grande donde caben muchos. En sus decisiones no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. No se conforma con dar, se da.

-Fidelidad y paciencia. Paciencia es respetar los ritmos naturales. Es imprescindible la paciencia con nuestros defectos: estar alegres, tranquilos, contentos, a pesar de descubrir en nuestra vida tantas lagunas y de percibir, tantas veces, que podríamos amar más y mejor. No se trata de ser imperturbables o resignados: ser pacientes supone energía interior, fuerza espiritual hacia dentro de nosotros y hacia fuera, hacia el trabajo que debemos llevar adelante, pero con plena conciencia de que nada que valga la pena se consigue con solo desearlo. La paciencia es comprender en profundidad al hombre, como lo comprende Dios, que cuenta con nuestros defectos y nos da su confianza y su gracia para vencerlos. Y la paciencia engendra fidelidad.

Capítulo 1 del libro "Cómo acertar con mi vida. La mirada del hombre ante su destino". Juan Manuel Roca, Ediciones EUNSA.
Este libro puede ser adquirido en www.beityala.com

 

 


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