¿Es racional oponerse al uso de embriones humanos para fines de experimentación?

 

Desde hace meses, científicos y filósofos, políticos y pacientes, tratan de persuadir a los ciudadanos, a los legisladores y al Gobierno de que ya es hora de autorizar la experimentación con embriones congelados. Los medios de comunicación, casi al unísono, apoyan la demanda. Nos dicen que es cosa urgente, pues hay que disponer cuanto antes de células troncales embrionarias con las que curar a miles y miles de pacientes.

Científicos y medios se expresan con tanta confianza y fuerza persuasiva que disentir de ellos parece una extravagancia. Oponerse al uso de embriones para derivar de ellos esas células curadoras es arriesgarse a que le tachen a uno de persona de corazón duro, incluso de fanático y contrarracional. Tal como está el patio, parece que a un lado se alinean la ciencia, el progreso, el coraje ético y la compasión; y, al otro, la ignorancia, el estancamiento, la falta de redaños morales y la dureza de corazón.

Pero, ¿es eso así? ¿Es justo clasificar a personas y actitudes según ese escaque de blanco y negro, de lucidez y torpeza? ¿Son tan conspicuos los argumentos de un lado y tan estúpidos los del otro?

Empecemos hoy por ver si es inatacable el argumento más usado a favor de la experimentación con embriones sobrantes. Es, sin duda, un argumento muy convincente y directo que dice así: querámoslo o no, existen decenas de miles de embriones sobrantes. Muy pocos, sólo unos centenares, podrían vivir si fueran donados a parejas estériles. Están, por tanto, en su inmensa mayoría, destinados a la muerte. Podríamos dejarlos morir, sin sacar de ello beneficio alguno. Pero mucho mejor sería usarlos en trabajos de experimentación: entonces, no morirían en vano, pues, además de permitirnos descubrir muchas cosas que ignoramos, nos traerán el regalo de las células troncales con las que curar a tantos enfermos. El argumento se centra en la muerte inevitable de los embriones sobrantes.

La idea de emplear individuos abocados a morir para fines de investigación no es nueva. Se recurrió a ella en la antigüedad para justificar la práctica de experimentos en criminales condenados a la pena capital y también en enfermos terminales. En Alemania durante la II Guerra Mundial y fuera de Alemania en los años de la Guerra Fría, se justificó en esas premisas utilitaristas la realización de experimentos mortales, pues, en opinión de sus autores, merecía la pena sacrificar algunos seres humanos que, de todas formas iban a morir, para salvar la vida de otros. Les parecía lógico y defendible, por ejemplo, sacrificar unos cuantos prisioneros de guerra a fin de conocer el mecanismo de la muerte por inmersión en agua fría, pues sólo así se podría investigar cómo rescatar de una muerte segura a los pilotos que eran derribados en las frías aguas del Canal de la Mancha. Todo se reducía a intercambiar unas vidas, que eran estimadas en poco, por las vidas, mucho más valiosas, de unos soldados muy cualificados y difíciles de sustituir. En los Estados Unidos se consideró que proteger a quienes trabajaban en producir isótopos para la defensa nacional era razón suficiente para administrar dosis masivas de plutonio, uranio y polonio a enfermos terminales.

En los años 40 y 50 del siglo pasado, el argumento era ampliamente aceptado. Kenneth Mellanby, el corresponsal del British Medical Journal en el Juicio de Nuremberg contra los médicos nazis, lo formulaba así: “¿Qué mal había en ello? Los prisioneros podían darse por muertos. La cosa estaba clara: si su muerte podía de paso incrementar los conocimientos médicos y ayudar a otros, esto es cosa que con toda seguridad ellos mismos hubieran preferido”. No es fácil saber si detrás del pensamiento de Mellanby se oculta una inocencia ingenua o un cinismo escalofriante. Su observación no está lejos, sin embargo, de la idea, tan repetida hoy, de que los embriones, si pudieran decidir (y los progenitores e investigadores deciden por ellos), escogerían de buena gana, ante su muerte inevitable, inmolarse para bien de otros.

El núcleo ético del argumento es este: no todos los seres humanos son iguales, pues unos tienen más valor y más dignidad que otros. En concreto, ciertos seres humanos, y los embriones congelados “caducados” se cuentan entre ellos, valen muy poco y podemos intercambiarlos por cosas más valiosas. No tienen nombre, ni son personas como las otras. Están condenados a morir y nadie los llorará ni celebrará funerales por su muerte, inevitable y autorizada por la Ley.

Pero, como demócratas, se ha de replicar que no es justo ni razonable dividir a los seres humanos en grupos de valor diferente. Los embriones sobrantes son, ante todo, hijos, que forman parte de una familia. Formaban parte de un grupo de hermanos. De ellos, unos fueron considerados dignos de ser transferidos al seno de su madre y son ahora niños llenos de alegría de vivir. Pero, por un azar trágico, los otros fueron dejados de lado.

La humanidad ha madurado trabajosamente la idea de que a todos los miembros de la familia humana se ha de conferir la misma dignidad, aunque sus ideas o su apariencia difieran radicalmente de las propias. Por encima de ese deber civil, la ética médica impone la obligación cualificada de respetar y proteger a los débiles y vulnerables, independientemente de lo inmaduros, enfermos, envejecidos, dementes o moribundos que estén. La obligación ética de los médicos que crean embriones en sus clínicas está, más allá de respetar obsequiosamente la autonomía y las elecciones de sus clientes, en asumir ante los embriones congelados la abogacía responsable por sus vidas, de las que son fautores, y han de decir a sus progenitores que no pueden bonitamente desentenderse de ellos, que son sus hijos. Eso es lo razonable, como razonable es no volver a producir un solo embrión sobrante.

Las vidas humanas no valen menos porque nadie las llore. La saturación de tragedias que nos revela el telediario cada día está quemando nuestras reservas de compasión. Nuestra capacidad de comprender y emocionarnos no nos alcanza para conmovernos por los que mueren a consecuencia de catástrofes naturales, accidentes, crímenes terroristas o no, sobre todo si ocurren lejos de nosotros. No se llora por los embriones que se pierden espontáneamente o que son abortados. Pero no ser llorado, no ser conocido o no ser deseado no hace a esos seres menos humanos o menos valiosos. La deficiencia de valor no está en ellos.

Total, van a morir... Pero nuestra postura ante su muerte no es asunto indiferente. El modo y las circunstancias de su muerte son asuntos éticamente decisivos. Y una cosa es reconocer lo inevitable de su muerte absurda que pone fin a una existencia todavía más absurda, y otra muy distinta es consentir en su sacrificio en el altar de la ciencia y sentirse redimido y justificado. Su muerte, inevitable, no es pasivamente presenciada, sino que es activamente consentida, programada, usada en beneficio propio. Es reducir a los embriones a la condición de meros medios con los que se satisfacen los deseos de otros: al principio, para cumplir unos proyectos parentales que los han dejado en el frío; después, unos proyectos de investigación que los dejan crecer hasta blastocistos de cinco días para reconvertirlos en células que nada tienen que ver con su propio proyecto de vida.

En Bruselas han optado por pensarse un poco mejor donde poner el dinero. Nosotros necesitamos también tiempo para decidir donde ponemos el alma, porque estamos ante una decisión histórica. Paul Ramsey lo dijo muy bien: “La historia moral del género humano es más importante que la historia de la medicina”.

Gonzalo Herranz
Aparecido en Diario Médico

 


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