Aprendiendo a ser sacerdote

Al inicio de mi vida sacerdotal fui llamado a un hospital para visitar a una joven madre que había dado a luz el día anterior.

Entusiasmado, me preparé también para visitar a otros enfermos. Después de bendecir a la madre y al hijo recién nacido comencé a visitar a otras personas. Una joven se acercó a mí y me pidió que fuera a decirle algunas palabras a su madre. «El médico dice que ya hizo por ella todo lo que pudo», afirmó la joven. Se trataba de una enferma con cáncer terminal. Nunca imaginé que mi encuentro con aquella mujer sería para mí una de las lecciones más importantes de mi vida.

«¡Su bendición, padre!» Así me dijo aquella señora, con los ojos hundidos, piel pálida y de rostro maltrecho por la enfermedad. Siempre me ha impactado el cáncer; este mal corroe a la persona de dentro hacia afuera, y su tratamiento clínico hace lo mismo de afuera hacia dentro. Pensaba que el Señor me había conducido allí para dar palabras de consuelo a un alma. Luego de la confesión, durante la unción de los enfermos noté que su rostro se llenaba de lágrimas.

También me impresionó ver en mis manos las manos de Jesús consolando a una persona antes de de partir de este mundo. Antes de salir y llamar nuevamente a los familiares, le dije: «¡Hoy el Señor Jesús la vino a visitar; agradézcale y no se quede triste!» «Me considero una cancerosa muy feliz, padre» -ella respondió-. Quedé muy impresionado con esa respuesta y al notar mi sorpresa ella añadió:

«Nunca fui tan feliz como después del cáncer. Sufrí 37 años un matrimonio marcado por las traiciones y el alcoholismo; mi marido era un hombre derrotado por el vicio. Oraba mucho pidiéndole al Señor que lo librara de aquella vida. Después de descubrir esta enfermedad noté que mi marido quedó tan golpeado que algo cambió dentro de él. Hace unos días él me pidió perdón por todo el dolor que me causó, pero ya desde hace tiempo he notado que mi enfermedad curó la de él. ¡Mi matrimonio se salvó!

»Aquella joven que le fue a buscar, padre, era una chica perturbada por una depresión terrible. Vivía encerrada en su cuarto, no salía ni para comer, e incluso varias veces intentó suicidarse. ¡Cuántas veces lloré, con el rosario en la mano, implorando un milagro para esta hija! ¡El milagro sucedió! Tras haber comenzado el tratamiento del cáncer esta hija mía se recuperó inmediatamente y pasó a acompañarme de un análisis a otro, de hospital en hospital. Cuando me sentía abatida era ella la que me hacía sonreír con historias alegres y con el testimonio de su amor.

»Finalmente mi hijo, el más grande, casado desde hace 15 años, estaba a punto de separarse. Él, en crisis de fe, quería abandonar la Iglesia Católica y su esposa no estaba de acuerdo. Yo quedé deshecha, porque a pesar de haber sufrido tanto con mi esposo nuca acepté la idea de la separación para mí. Para respetar el espacio de mi hijo y su esposa, yo me quedé callada y oré. Lo que mis palabras no dijeron, lo dijo mi cáncer. Hace ya tres meses que están bien, me vienen a visitar todos los días, juntos rezamos el rosario y mi hijo renovó su fe y su respeto por la Iglesia. Padre, ¡el cáncer vino a la hora exacta, a la hora de salvar a mi familia! Puedo morir en paz, por la bendición que el Señor me ha dado con los sacramentos y por la alegría de ver a mi familia salvada por Dios, a través de mis sufrimientos».

A pesar de todos los estudios del seminario y de la unción sacerdotal, Dios se valió de una moribunda para enseñarme un poco más lo que significa ser sacerdote. Después de casi 10 años de sacerdocio todavía me acuerdo de las palabras llenas de sabiduría que escuché de aquella señora que el Señor llamó a la eternidad.

Delton Alves de Oliveira Filho
Uruaçu (Brasil)
100 historias en blanco y negro


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