El autor de «La camarera del Titanic» cuenta su «extraña noche mística»

Didier Decoin vio, feliz, la «prueba» de que Dios no existe, corrió a escribirla... y le halló a Él

A sus 72 años, Didier Decoin (Boulogne-Billancourt, 1945) es toda una institución cultural en Francia. Se inició como periodista en France Soir y Le Figaro. Publicó su primera novela a los veinte años, y tras media docena de éxitos ganó en 1977 el prestigioso Premio Goncourt por su novela John l'Enfer. Desde 1995 es secretario general de la Academia Goncourt. Hijo del cineasta Henri Decoin (1890-1969), se casó, tuvo tres hijos, y actualmente vive en Normandía disfrutando de una felicidad que no oculta, y de la cual es más responsable la fe que sus éxitos personales como novelista, guionista cinematográfico y realizador de televisión.

Emmanuel Querry le preguntó por su conversión, sucedida en una "extraña noche mística", en una entrevista publicada en 2016 por L'1visible.

***

Un 8 de septiembre [de 1974 o 1975], hacia las 23 horas. En su baño, mientras se lava los dientes, Didier Decoin elabora una reflexión completa y argumentada sobre la no-existencia de Dios.

Corre hacia su mesa de despacho para escribir lo que él cree es la "demostración" irrefutable cuando un fulgor extraño le asalta. Se siente embargado por una profunda paz, una presencia dulce y tranquilizadora.

Cuarenta años más tarde, en plena lectura de decenas de novelas para el Premio Goncourt, Didier Decoin recuerda con euforia esas horas misteriosas que cambiaron su vida. Evoca, también, su estrecho vínculo espiritual con Isabel de la Trinidad, figura mística que fue declarada santa el 16 de octubre de 2016 por el Papa, en Roma.

-¿Cómo se pasa en pocos segundos de un ateísmo convencido a una fe viva?

-Es inexplicable. Durante un instante me sentí más poderoso que Nietzsche y que todos esos filósofos que anunciaron que Dios había muerto. Pero, de repente, todo eso cambió. No vi nada, no oí nada, no toqué nada, pero percibí una sensación de amor increíble y una certeza de alegría y eternidad. Como si un sol extraordinario se hubiera puesto a brillar en plena noche.

-¿Qué hizo usted?

-Me sumergí en esa sensación gozosa sin intentar analizarla. La noche transcurrió sin que yo fuera plenamente consciente, hasta que llegó la mañana y con ella esta frase que sirvió, a continuación, de título al libro en el que narré esa experiencia : Il fait Dieu (publicado en 1975 por Julliard).

-Antes de esa famosa noche, ¿no había estado nunca interesado en la cultura religiosa?

-No. Mi padre [Henri Decoin, director de cine] no era creyente. Un día le pregunté: "¿Quién es el mejor director?", y él me respondió: "La Iglesia católica" [risas]. En lo que respecta a mi madre, ella se detenía en el Gólgota, no creía en la Resurrección. Sin embargo, mi padre me inscribió en el colegio Santa Cruz de Neuilly porque "los que salen de allí raramente son unos cabrones" [risas]. La educación era magnífica, pero no me interesaba la parte religiosa.

-Después de su conversión, usted decidió ser cristiano. ¿Cómo unió su experiencia espiritual a Cristo?

-Quería renovar esa experiencia. Me puse a buscar una religión y puse a todas en el banco de pruebas, incluidas las filosofías orientales. Unos amigos judíos me acogieron en varias ocasiones. El islam no me atrajo. Lo primero que me sedujo en el cristianismo fue la persona de Cristo, porque aunque mi experiencia no estaba caracterizada por algo concreto, sí que implicaba una relación de mi yo con "alguien". Cristo encarnaba ese "alguien". Y en la religión católica está la misa y, sobre todo, la eucaristía, que es el vínculo carnal, sensual, con el Dios encarnado en la hostia. Y me dije: "¡Dios mío, seguro que es esto! ¡Es esto!".

-En su camino espiritual, Isabel de la Trinidad ocupa un lugar particular. ¿Qué le gusta de ella?

-Su lado espontáneo. Es alguien que con una fe profunda y sencilla me ha explicado la inmensidad de lo que yo había creído rozar. Ella regresa siempre a la intimidad. El Dios de Isabel no es un Dios que está muy alto en el cielo y que envía truenos y relámpagos. Es alguien inmensamente cercano. Como dijo: "Hay en nosotros un Ser que se llama Amor y que nos pide que vivamos en compañía con Él".

-¿Debe estar entonces usted en la gloria por el hecho que se la reconociera santa el 16 de octubre de 2016?

-¡Estoy orgulloso como si se tratara de mi hija! ¡Lo he deseado tanto, he soñado tanto con ello...! Es hermoso pensar que la humanidad entera puede llamarla, a partir de ese momento, «santa». Realmente lo merece.

-Ante la maldad que asola al mundo, como sucede hoy con los atentados, ¿cómo conserva usted la esperanza?

-La trampa en la que estamos atrapados es el tiempo. El tiempo es un engaño. Vemos horrores que hoy en día parecen imperdonables, como es el caso de todos esos jóvenes asesinados en el Bataclan, por ejemplo. Pero vendrá un día en que eso que parece imperdonable será reconstruido de otra manera. Creo realmente que el mal nos engaña. Es el diablo a quien yo veo en el tiempo. Nos dice: «Sólo te quedan tantos días, tantos años, y esto irá de peor en peor». Pero si decimos: «¡No!, entraremos en la eternidad y esta eternidad es luminosa», todo cambia.

-Su relación con la muerte parece muy tranquila, ¿es así?

-Sí, no es algo que me dé miedo. Incluso siento una cierta impaciencia. Pero bueno, no me voy a tirar por una ventana para llegar más rápidamente a ella [risas].

-Usted que ha sido agnóstico, ¿qué puede decirles a las personas que no tienen fe?

-Lo único que puedo decir es que la fe te puede caer encima en cualquier momento [risas]. ¿Sabe? A veces he participado en encuentros públicos para intentar desesperadamente explicar esta experiencia y, al final de estas conferencias, siempre ha habido personas que me han dicho: «Me ha sucedido lo mismo». Y siempre, en sus relatos, había la misma irrupción de Dios en su vida y la misma noción de alegría.

-¿Su situación actual como escritor?

-Estoy precisamente en un momento de júbilo porque, por fin, he terminado la novela que escribo desde hace once años [risas]. Estoy loco, soy muy lento. Está situada en Japón en el año mil, en el periodo Heian. Se titulará La Oficina de Estanques y Jardines.

-¿Su mejor recuerdo como lector?

-Me han pedido hace poco que escriba una adaptación para la televisión de Los hermanos Karamazov de Dostoievski. La he vuelto a leer y me ha deslumbrado. Pero está también Yasunari Kawabata que, en mi opinión, es el novelista más grande. Su modo de escribir es cristalino. Su obra maestra es La casa de las bellas durmientes.

-¿Es usted una persona alegre?

-Me dicen a menudo que siempre tengo aspecto de estar contento. Pues sí, ¡estoy siempre contento! Incluso si veo que el mundo está maltrecho, tengo la certeza de que al final del camino nos espera la felicidad eterna a todos. Por lo tanto, es una cuestión de paciencia. Cristo traerá esta felicidad eterna.

religionenlibertad.com 4 enero 2018


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