Testimonio ejemplar del cardenal rumano Alexandru Todea frente al régimen comunista de su país

Consagré con las manos atadas. Ahora considero aquélla la misa más solemne de mi vida sacerdotal.

El centro de toda mi vida ha sido siempre la Eucaristía... Una vez, antes de que me transportaran de una prisión a otra, hablé con un policía y conseguí hacerme con un pedazo de pan y un poco de vino. En una estación ferroviaria el tren se quedó cinco horas parado. Por haber sido condenado de por vida, sólo yo, entre los demás presos, tenía las manos y los pies encadenados. A pesar de eso, todos me pidieron que celebrara. Consagré con las manos atadas. Ahora considero aquélla la misa más solemne de mi vida sacerdotal.

Alexandru Todea nació en Teleac, en la región de Mures, el 5 de junio de 1912. Después de haber cursado los estudios elementales y de bachillerato decidió entrar en el seminario. Ordenado sacerdote en la Iglesia rumana católica de rito oriental el 25 de marzo de 1939, en 1940 obtuvo el doctorado en teología en Roma y volvió a su país. Allí desarrolló su misión como sacerdote y profesor en Blaj y como secretario del metropolita Nicolescu. Nombrado protopresbítero del distrito de Reghin en 1945, el 14 de octubre de 1948 fue arrestado porque no respetaba las normas antirreligiosas del gobierno comunista, pero logró huir y se refugió en Reghin hasta el 30 de enero de 1951, cuando fue descubierto y encarcelado. En ese intervalo había recibido clandestinamente la ordenación episcopal en Bucarest el 19 de noviembre de 1950.

En 1952 fue procesado con otros sacerdotes y condenado a trabajos forzados de por vida.

En 1964 recibió una amnistía y volvió a Reghin, a la casa de un conocido, desde donde desarrolló una intensa actividad pastoral en la clandestinidad, porque el régimen comunista en 1948 había suprimido a la Iglesia católica de rito oriental. A pesar de la vigilancia, en Reghin muchos obispos, sacerdotes y simples fieles tuvieron frecuentes encuentros con él y pudo celebrar muchas ordenaciones en secreto. Todea consiguió incluso hacer algunos desplazamientos por toda la región. El 14 de marzo de 1986 se convirtió secretamente en el metropolita greco-católico de Alba Iulia y Fagaras, y el 14 de marzo de 1990 fue consagrado arzobispo.

Después de la caída del régimen de Ceaucescu se comprometió en la reorganización de la vida eclesial en el país. Juan Pablo II lo creó cardenal el 28 de junio de 1991. Un ictus cerebral lo paralizó en 1992, y el 20 de julio de 1994 hubo de renunciar a la administración de la archidiócesis. El Cardenal Todea murió el 22 de mayo de 2002 en el hospital de Tirgu Mures, donde estaba ingresado desde hacía algunas semanas.

(Fuente: Osservatore Romano, 24 de mayo de 2002).

 

El cardenal Todea fue para los católicos rumanos, y de modo particular para los católicos unidos a Roma, un verdadero padre y pastor. Durante los cuarenta años que duró la disolución de su Iglesia, los creyentes encontraron en él un punto de unidad, de resistencia, un ejemplo de fortaleza y una fuente de esperanza.

Cuando en 1948 el régimen comunista declaró fuera de la ley a la Iglesia católica unida, sus doce obispos fueron los primeros que sufrieron la represión; ellos abrieron la gran página del martirio en aquella Iglesia: cinco obispos muertos en la cárcel, dos en los monasterios donde habían sido encerrados, dos más apenas después de la liberación. Al apenas nombrado obispo Alexandru Todea, consagrado clandestinamente en noviembre del año 1950, le tocó recoger la herencia de verdaderos gigantes, como los obispos mártires Hossu y Chinezu, pero su fe no se quedó por debajo y con su ejemplo y paternidad supo dar fuerza a los sacerdotes y a los laicos que después de él fueron arrestados en masa. Una gran confesión de fe colectiva tuvo lugar en las prisiones y en los campos, que en Rumania se distinguían por su particular brutalidad.

Recuerda monseñor Virgil Bercea, obispo de Oradea Mare: «El cardenal era mi tío, hermano de mi abuela materna. Desde niño sabía que el tío estaban en la cárcel. Lo conocía sólo por fotografías. En familia se hablaba de él con gran respeto. Sabía que había estudiado en Roma y que era un sacerdote muy querido por la gente. Sabía también que lo habían arrestado, pero no comprendía el motivo del arresto. Lo vi por primera vez un día de otoño. Volvía yo de la escuela (hacía la primaria). Vivía con mis padres en un pueblecito cerca de Reghin. Aquel día vi un hombre muy alto, delgado, de mirada penetrante. Le habían conmutado la pena de cárcel por la de arresto domiciliario. Por primera vez lo escuché hablar: contó su experiencia en la cárcel, pero sin deseos de venganza. Recuerdo la primera Divina Liturgia celebrada clandestinamente por mi tío en casa de mis padres, en la Pascua de 1965. Recuerdo los cantos espléndidos (mi abuelo materno cantaba muy bien). Había algunas personas. Mi tío Alexandru estaba inmerso en la oración. Cuidó mucho los detalles de la celebración, aunque se tenía en condiciones modestas. No podré nunca olvidar aquel momento de fe».

Durante toda la vida, la oración personal del cardenal Todea había sido ésta: "Viene la hora del Señor, que no se apresura, pero tampoco se retrasa". Para él la hora del Señor había sido cada momento en cada cosa; ni la vida clandestina, ni la prisión, ni la falta de libertad exterior habían sido motivos suficientes para cruzarse de brazos. En todas las cosas el cardenal Todea había testimoniado la fe y había empleado su inteligencia y capacidades organizativas para hacer frente a la persecución y dar vida a una Iglesia entera, obligada a vivir en las catacumbas. Cuando se encontraba con un sacerdote desalentado le solía decir: "Es el Señor quien ha abierto un paréntesis en la vida de nuestra Iglesia en 1948, cuando comenzó la persecución, y será también él quien lo cerrará". Sabía infundir esperanza, porque él mismo estaba lleno de esperanza; se comportaba siempre como un hombre libre.

La vida de monseñor Todea estuvo particularmente cargada de sufrimiento; primero, desde 1948, la prisión del régimen comunista, la anulación de la Iglesia y el martirio para él y para todos los católicos de rito oriental; luego, desde 1992, la prisión de la enfermedad, que por diez años lo tenía inmovilizado y le había quitado la palabra; pero la eficacia extraordinaria de su trabajo pastoral, aun en condiciones tan hostiles, provenía del continuo ofrecimiento de sí mismo y de su propio sufrimiento a Dios. Con la oración y con el ofrecimiento del dolor, monseñor Todea acompañó el camino de su Iglesia.

En junio de 2000 sucedió un hecho extraordinario e histórico: el patriarca ortodoxo rumano Teoctist visitó al cardenal Todea: había querido "encontrarse con un hermano en Cristo, un mártir vivo que ha sufrido tanto por la Iglesia, por Cristo y por el pueblo rumano... Hemos tenido opiniones diversas en el pasado, pero desde que hemos comenzado el diálogo, no veo por qué debamos ir unos por un camino y otros por otro".

Un año antes, en mayo de 1999, Juan Pablo II había tenido un conmovedor encuentro con él en su viaje a Rumanía. Hoy, a punto de celebrar un año de su muerte, queremos recordar a este ejemplar sacerdote y obispo, fiel a Jesucristo hasta morir en la raya.

Fuente: La Nuova Europa, 5, 2002


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