La fe de los católicos en la Europa comunista: el testimonio 20 años después

Gran cantidad de fieles, incluidos algunos pastores, pagaron con la muerte la defensa de la libertad de conciencia y de la fe. 

Todavía hay quien levanta la mano, puño en alto, y canta La Internacional, sin acordarse de la gran cantidad de muertos que provocó la búsqueda del llamado paraíso socialista en el siglo XX. Especialmente en los países del Este de Europa, el levantamiento del Telón de acero trajo consigo mucho sufrimiento, y se ensañó brutalmente con aquellos que defendían la libertad de conciencia y la fe.

Muchos católicos se negaron a negar a Cristo, y una gran cantidad de fieles lo pagaron con la muerte, incluidos algunos de sus pastores. Veinte años después de la caída del Telón de acero, las historias de los sucesores de los Apóstoles que ofrecieron la resistencia de la verdad y de la fe ante la apisonadora socialista siguen siendo ejemplo y testimonio.

De los 100 millones de muertos que ha traído consigo el comunismo desde que triunfó la revolución soviética en 1917, una gran parte de ellos corresponde a ciudadanos de los países del Este de Europa, que se vieron atrapados tras el Telón de acero en 1945.

La apisonadora comunista invadió multitud de países y envenenó la sociedad y la política, pero ante su avance fueron muchos los que se negaron a que también su conciencia fuera sepultada bajo la ideología. Entre ellos, muchos cristianos y católicos, fieles laicos y pastores, que pagaron su fidelidad a la fe en Cristo con cárcel, torturas, deportaciones, y hasta con su propia vida. No se libró nadie, ni siquiera obispos ni cardenales, y muchos de ellos sufrieron en carne propia las consecuencias de oponerse a la ideología socialista.

El cardenal Josip Bozanic , arzobispo de Zagreb, afirmó que «el Telón de acero es la imagen de la división, de la fractura, del alejamiento y del egoísmo. Lo puso el hombre que quería impedir el acceso al hombre, pero su objetivo era mucho más profundo: impedir que la mirada del hombre se dirigiera hacia Dios y pudiera conocer su amor». La Iglesia se revelaba en aquel contexto como el último baluarte de la conciencia y de la libertad del hombre, el único ámbito que ofrecía resistencia al nuevo diseño de sociedad que trataban de implantar los comunistas.

Las acusaciones eran siempre las mismas: traición a los nuevos amos del Estado y antipatriotismo (por colaborar con un régimen extranjero, como pensaban que era el Vaticano), y habitualmente venían acompañadas de mentiras, como la colaboración con los nazis en el pasado. En muchos países, decretaron por ley la desaparición de la Iglesia católica, y no dudaron en coaccionar a obispos y sacerdotes para que se pasasen a la Iglesia ortodoxa, más manejable para ellos.

Al cardenal Alojzije Stepinac, arzobispo de la capital croata, Pío XII lo definió como «el prelado más grande de la Iglesia católica». Durante 15 meses, las autoridades comunistas intentaron convencerlo para que liderara la separación de la Iglesia católica y la formación de una especie de Iglesia patriótica, más cercana al Partido Comunista. Finalmente, ante sus reiteradas negativas, fue detenido el 18 de septiembre de 1946, y fue condenado a 16 años de trabajos forzados. El caso suscitó multitud de protestas a nivel internacional, y el Gobierno de Tito le ofreció la posibilidad de dejar la prisión a cambio de abandonar el país, pero el cardenal Stepinac se negó. Al final, se decidió que quedara bajo arresto domiciliario, custodiado por una treintena de policías. Así pasó 9 años, hasta que, el 10 de febrero de 1960, murió, entre graves sospechas de haber sido envenenado por los comunistas. Juan Pablo II lo beatificó en 1999.

Vencido, vence

Al cardenal Alojzije Stepinac, el cardenal Mindszenty le llamaba mi cardenal hermano, por los sufrimientos compartidos que habían tenido que padecer ambos bajo el dominio comunista. Nacido en Hungría, József Mindszenty llevó una vida de película de terror; de hecho, en 1955 se estrenó The prisoner, protagonizada por Alec Guinness y basada en la vida del purpurado, por aquel entonces recluido en la cárcel por el régimen comunista húngaro.

El cardenal Mindszenty se enfrentó con los invasores nazis, primero, y con el régimen comunista, después, lo que le llevó a la cárcel, apenas tres años después de finalizada la Segunda Guerra Mundial. El 26 de diciembre de 1948, le detuvieron. Nada más llegar a la cárcel, le quitaron el traje talar, le desnudaron y le dieron un traje a rayas, mientras le decían entre risas: ¡Eh, perro, hemos estado esperando esto desde hace mucho tiempo! Se negó a firmar una declaración que le autoinculpaba, y los guardias le desnudaron y comenzaron a golpearle con porras hasta que perdió el conocimiento. Mientras le pegaban, el cardenal Mindszenty rezaba los salmos: ¡Señor, que me acosan, sal fiador por mí! Así pasó el primer día de cautiverio. Lo que siguió fue un largo período de siete años de acoso, humillaciones y falsos juicios, pero en sus Memorias, el cardenal Mindszenty define la cárcel como una escuela de oración: «En el interior de los hombres recluidos en las celdas alienta en lo más profundo la nostalgia de Dios».
En 1956, durante la revolución contra el régimen comunista, fue liberado, y Mindszenty se refugió en la embajada de Estados Unidos en Budapest hasta 1971. De allí saldría con lágrimas en los ojos: Pablo VI le pidió prestar un servicio a la Iglesia en Hungría abandonando la embajada y saliendo al exilio, para así atender a una mejor relación de la Iglesia con las autoridades húngaras. Mindszenty no quería abandonar su país ni a sus fieles, en un momento en que la guerra fría hacía sentir con más fuerza la bota soviética. Pero al final obedeció, y el 28 de septiembre de 1971 partió rumbo al exilio. Nada más llegar a Roma, Pablo VI le recibió en el Vaticano, y al verlo se quitó la cruz pectoral y se la colgó sobre los hombros al cardenal húngaro, un homenaje al nuevo sacrificio que había tenido que hacer.

Durante toda su reclusión, llevó consigo una estampa que representaba a Cristo con la corona de espinas, y la siguiente leyenda: Devictus vincit (Vencido, vence). En sus Memorias, escribe: «Aún hoy esta imagen es mi constante compañera. La primera parte de la leyenda, ser vencido, se ha cumplido en mi vida; la esperanza de la victoria está en el futuro, en manos de Dios».

A los pies del Papa

El intento de separar a los católicos de la obediencia a Roma fue la obsesión de los comunistas. Tras la invasión de Ucrania en 1944, los rusos intentaron que ortodoxos y católicos se unieran al Patriarcado de Moscú, a los que el cardenal Slipyj, metropolita de Lvov (Ucrania), se negó en redondo. Fue arrestado el 12 de abril de 1945; tras el juicio, celebrado esa misma noche, fue condenado a ocho años de trabajos forzosos y deportado al gulag de Maryjinsk, a la altura del círculo polar ártico, y de allí fue enviado a otros campos, en todos los cuales asistió a las necesidades espirituales de sus fieles y celebró numerosos bautizos. Por su actividad pastoral en prisión fue condenado nuevamente, esta vez por tiempo indefinido; y luego otra vez más, por utilizar penicilina para curarse de una afección pulmonar.

Moscú trató por todos los medios de vencer la fidelidad de Slipyj a Roma, pero no lo consiguió. Al otro lado del Telón de acero, Juan XXIII intentó la vía diplomática para obtener su liberación, hasta el punto de que su caso fue tratado en conversaciones de Kruschev y Kennedy. Finalmente, en 1963, después de 18 años en prisión, el cardenal Silpyj fue liberado y obligado a exiliarse. Al llegar a Roma fue recibido por Juan XXIII. Cuando el Papa bueno trató de abrazarlo, Slipyj se arrodilló ante él y le besó los pies: un signo de la fidelidad al Papa y a la Iglesia católica en la que había vivido durante toda su reclusión.

Jefe de la brigada de limpieza

La obsesión de Stalin de prohibir la Iglesia católica en Ucrania fue copiada por varios países de la órbita comunista. En Rumanía, el régimen emitió un decreto en el que extinguía la Iglesia católica y la incorporaba a la Iglesia ortodoxa rumana. Numerosos sacerdotes fueron arrestados por permanecer fieles a Roma, acusados de actividades antidemocráticas, entre ellos el cardenal Iuliu Hossu, que pasó dieciséis años encarcelado. Cuando le ofrecieron abandonar el país y marcharse al exilio, respondió: «Yo me quedo aquí, en mi país, para compartir el destino de mis hermanos, de mis sacerdotes y de mis fieles. No les puedo abandonar».

Pasó por diversas cárceles y luego fue confinado en su casa bajo arresto domiciliario. En 1970, en un hospital de Bucarest, se despedía así del cardenal Todea, quien le sucedió al frente de la Iglesia católica en Rumanía: «Mi lucha ha terminado, comienza la suya».

El cardenal Alexandru Todea fue ordenado obispo clandestinamente en 1950, y sólo un año después fue arrestado y condenado a prisión. Contaba con humor cómo, en una ocasión, compartió una celda con cinco obispos y otros ocho sacerdotes, y le nombraron jefe de la brigada de limpieza del baño. Pero, en realidad, su paso por la cárcel fe muy duro; le acusaban de ser un siervo del Vaticano y enemigo del comunismo, una amenaza para la felicidad del pueblo.

En 1964, una política más aperturista de Bucarest, por motivos de necesidad económica, obligó al régimen a limpiar un poco su imagen de cara al exterior. Todea fue liberado, pero se le prohibió ejercer su ministerio, algo que el cardenal ignoró por completo, y desde la clandestinidad trabajó por levantar la Iglesia católica en Rumanía. Sus esfuerzos se vieron especialmente reconocidos con ocasión de la histórica visita del Papa Juan Pablo II a Rumanía en 1999; el cardenal Todea, ya muy enfermo, estaba sentado en su silla de ruedas y el Papa se acercó a él para abrazarlo al final de la misa. Todea se echó a llorar y todos los fieles reunidos en la catedral estallaron en un largo y emocionante aplauso.

En la Cruz está la fuerza

La persecución contra la Iglesia en la antigua Checoslovaquia también fue implacable. Nada más llegar los comunistas, cerraron las escuelas, los periódicos y las editoriales católicas. En la noche del 13 de abril de 1950, fueron clausurados todos los conventos y monasterios, y se declararon extintas todas las Órdenes religiosas: miles de personas fueron puestas, literalmente, en la calle. El cardenal Jan Korec, jesuita, cuenta cómo se vio obligado a desempeñar diversos trabajos: operario en una fábrica, bibliotecario, barrendero..., hasta que en 1961 fue detenido y condenado a 12 años de prisión.

Un recorrido similar siguió el cardenal Miloslav Vlk, en la actualidad arzobispo de Praga; después de ser ordenado, los comunistas le enviaron a las montañas, hasta que en 1978 le prohibieron ejercer sus funciones sacerdotales. Durante diez años, hasta poco antes de la caída del Muro de Berlín, trabajó en una fábrica de automóviles, y también como limpiacristales y archivero. En todos estos puestos aprovechaba para confesar a quien se lo pidiera y dar una palabra de fe: «La fe me acompañaba con su paz, incluso durante mi trabajo de limpiacristales por las calles de Praga. Durante casi diez años recorrí esas calles, con frío o con calor, sostenido por la fe».

Tanto Korec como Vlk tuvieron unos ejemplares predecesores en el cardenal Beran, que se vio obligado a exiliarse en Roma en 1965, y el cardenal Tomasek, quien durante todo su ministerio entabló un fuerte pulso con el régimen político. Después de la caída del Muro de Berlín, el cardenal Tomasek afirmaba: «Estoy convencido de que donde está la Cruz de Cristo está la fuerza y la victoria. La Iglesia es suya, y Él sabe encontrar los caminos para guiarla, incluso dejándola sufrir por un tiempo. Pienso también que una verdadera vida cristiana es el mejor testimonio en una sociedad socialista».

Su testimonio, como los de los cardenales que lo acompañan en estas páginas, así como la de tantos y tantos otros fieles católicos, es un ejemplo todavía hoy.

La revolución del Papa polaco

La Iglesia en Polonia es un caso especial entre los países de la órbita comunista. Si bien los católicos polacos padecieron los mismos sufrimientos que los fieles de los países vecinos, también tuvieron la dicha de ver cómo, en 1978, Dios eligió para la sede de Pedro a uno de sus pastores. El cardenal Wojtyla tuvo un buen ejemplo en el testimonio sufriente del cardenal Wiszynski, Primado de la Iglesia en Polonia y que fue encarcelado por los comunistas de 1953 a 1956. «Lo que he pasado en estos tres años -llegó a afirmar Wiszynski- lo sabe Dios; los hombres es mejor que lo ignoren».

Fue precisamente Wiszynski el que pidió al cardenal Wojtyla, tras su elección como Papa, que introdujera a la Iglesia en el tercer milenio. El hecho de que el nuevo Papa saliera del otro lado del Telón de acero supuso para la Iglesia una novedad de trascendencia histórica.

El periodista George Weigel, biógrafo de Juan Pablo II, declara a Alfa y Omega que «la elección de Karol Wojtyla fue un acontecimiento decisivo en el colapso del comunismo en Europa». Para Weigel, todo comenzó en junio de 1979, en la primera visita pastoral que Juan Pablo II hizo como Papa a su tierra natal: «Juan Pablo II inició una revolución de las conciencias que fue crucial para dar forma a los hechos que condujeron a la caída del Muro de Berlín en 1989. A causa de su propia incapacidad, el comunismo habría caído sin que fuera necesario un Papa polaco, pero no habría caído en 1989. Fue Juan Pablo II el que hizo que 1989 sucediera como sucedió, y de la forma en que sucedió». Y es que, para Weigel, Juan Pablo II fue «un alegre luchador que sabía cómo hacer la propuesta católica ante la oposición de la rigidez y el escepticismo».

El amor al enemigo, en una caja de cerillas

Una constante en la vida de fe que llevaron los pastores de la Iglesia católica en el Este de Europa es la oración por aquellos que les llevaron a la cárcel y a los campos de concentración, siguiendo las palabras de Cristo en el Evangelio: Amad a vuestros enemigos, rezad por los que os persiguen.

El cardenal Stepinac, dos meses antes de su muerte, escribía: «San Cipriano dio a su verdugo 25 monedas de oro antes de que éste lo decapitara. Yo no tengo oro. Todo lo que puedo dar es una oración por aquel que me arroje a la muerte, para que Dios lo perdone y le dé vida eterna, y para mí una muerte en paz. Con la misericordia de Dios cumpliré con mi obligación hasta el final, sin odio contra nadie, pero tampoco sin miedo ante nadie».

¿De dónde sacaban la fuerza? ¿Cómo alimentar la fe en Cristo en medio de tantos padecimientos? El cardenal Korec, en su libro La noche de los bárbaros, lo explica así: «Conservaba las uvas del postre que nos daban en la prisión, las exprimía para hacer vino que conservaba en frascos de medicinas, y junto con pan consagrado celebraba la Eucaristía. También conservaba pequeños pedazos de la Eucaristía en una caja de cerillas, y la distribuía a escondidas en la enfermería de la cárcel».

A finales de 1948, el cardenal Mindszenty, consciente de que la cárcel le esperaba a la vuelta de la esquina, quiso despedirse así de sus sacerdotes: «Siempre y por doquier sólo puede ocurrirnos lo que el Señor disponga. El mundo puede arrebatarnos mucho, pero no nuestra fe en Jesucristo. ¿Quién puede separarnos de Jesucristo? Ni la vida, ni la muerte, ni nada de lo creado conseguirá separarnos del amor de Dios. Debemos tener conciencia de que nos hemos convertido en ejemplo del mundo. Mientras recorremos este camino, tengamos siempre presentes las palabras de Tertuliano: Las acusaciones de determinados acusadores son nuestra gloria».

Alfa y Omega, n. 655, 17 septiembre 2009

 


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