Estaba embarazada por sexta vez, y su marido -a quien llamaré Adeodato-, no deseaba tener más hijos, y la presionaba para que abortara, amenazándola con abandonarla en caso de no acceder.
Isabel me contó llorando toda su historia, diciendo que no tenía más fuerzas para luchar contra su marido. Esperaba solamente un milagro de Dios que la salvara. Ella lloraba mucho, tenía conciencia del pecado de asesinato que estaba por cometer, pero confiaba hasta el último momento y esperaba que Dios cambiaría el corazón de su marido.
Conversé mucho con ella, intenté darle esperanza, pero estaba muy debilitada. Por fin me pidió que hablara con su marido. Llamé el mismo día, cerca de las 12:15. Hablamos durante una hora y media. Fue una lucha. Él decía que «eso» no era un ser humano, sino una masa que estaba todavía adquiriendo forma de persona... En fin, el discurso fue largo.
Cuando estaba para concluir la conversación él me dijo: «Para ustedes, sacerdotes, es fácil hablar. ¡No son ustedes los que mantienen a los niños!». Entonces le dije: «¡Hagamos un trato: usted no mata a su hijo y yo le doy mi palabra de que buscaré una familia que lo adopte, y si no la encuentro, lo adoptaremos aquí en el monasterio!» Él, irritado, me dijo: «¡Yo no soy un hombre que trae hijos al mundo para regalarlos!», y yo le respondí: «¡Usted no es un hombre, porque trata a su esposa como basura y porque para usted es más importante el dinero, porque es su dios!»
El mismo día llamé a varios amigos de grupos de oración y les pedí que rezaran por esta intención. Se lo conté a los hermanos del monasterio y pedí que ofrecieran conmigo oraciones. Con oración y ayuno podemos conseguir milagros.
Algunos días después volví a hablar con ella, y percibí en su voz un gran sufrimiento. Llamé a Adeodato y nuevamente intenté convencerlo, pero no sirvió de nada. Poco después llamó la madre de él para decirme que no me entrometiera en los asuntos de su hijo con Isabel.
Volví a hablar con Isabel varias veces, y también con su marido, y poco a poco percibí que el corazón de Adeodato era víctima del medio social en que vivía. Sufría la presión de los «amigos» del trabajo, que eran la voz de Satanás que lo mal aconsejaba.
El punto culminante fue un viernes, cuando a las 11:00 de la mañana recibí la llamada de Isabel que me decía: «Estoy saliendo a la clínica para abortar. Vienen conmigo mi esposo y su madre. Yo no quiero matar a mi hijo, ¡yo lo amo!»
Yo le dije: «¡Querida Isabel, creo que el Señor Dios tiene un plan en todo esto, en tu vida y en la vida de tu esposo. ¿Tú crees en esto?» «¡Sí, creo!», respondió. Yo continué: «Ya que es imposible que yo vaya hasta allá ahora, o que tú vengas aquí, vamos a rezar pidiendo que Dios actúe con la potencia de su amor. Isabel, coloca la mano derecha sobre tu vientre y yo rezaré, consagrando la vida de tu hijo en manos de Nuestra Señora, y le daré la bendición especial y materna de María, Reína de la Paz».
Entonces consagré el niño que estaba en su seno a Nuestra Señora, dándole la bendición especial y materna de María, Reina de la Paz, y le dije: «Puedes irte, pues tengo la certeza de que el milagro está concedido, ¿sabes por qué? Porque este niño ya no es tuyo ni de tu marido; es de María, y tengo la seguridad de que nadie lo matará ni lo arrancará de tu vientre». Ella colgó el teléfono llorando.
Al día siguiente ella me llamó, y comenzó a llorar.
- ¡Isabel, por favor, cuéntame qué pasó!
- ¡Ni se imagina dónde estoy!
- Pero ¿qué sucedió?
- Estoy en el hospital para hacer la ficha prenatal de mi hijo. ¡No aborté!
Entonces yo comencé a llorar de alegría. Isabel ratificaba todo diciendo: «¡Ahora, nadie va a arrancar a este niño de mi vientre!»
Ella me contó que, estando sentada en la clínica, el médico salió de la sala y dijo: «¿Quién es la siguiente?» Su esposo dijo: «Es mi mujer», el doctor les miró y les dijo con rabia: «¡Se pueden largar de aquí! ¡Ya estoy harto de hacer abortos!» Su esposo, desconsolado, respondió: «¡Doctor, sólo falta mi mujer!» El médico, enfurecido, respondió: «¿Quién es usted para decirme lo que tengo que hacer? Yo ya se lo dije, ¡váyanse de aquí, que no haré ni un solo aborto más!»
¡El milagro tan esperado se dio! Al final de junio nació la niña. Nació sana y muy llorona. En ese mismo año, 2007, la bauticé y pude tenerla en mis brazos y consagrarla de nuevo a Nuestra Señora, Reina de la Paz.
En la homilía yo veía a la niña en brazos de su papá, acariciándolo. Y mientras yo hablaba sobre el don de la vida, Adeodato lloraba, pues se había arrepentido y no podía negar aquel regalo de Dios.
Fernando Tadeu Barduzzi Tavare, FMDJ
Sáo Paulo (Brasil)
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