Nadie me advirtió que este hombre no era creyente. Entré a su cuarto, lo saludé. Al verme me preguntó: «¿Usted es cura?» Le respondí: «Sí señor». «Entonces váyase porque yo no creo en curas» -me dijo.
Guardé silencio y no me moví. Permanecí de pie junto a él. Abrió los ojos y me preguntó: «¿Por qué no se va?» Mi respuesta, sin pensarla, fue esta: «Mire amigo, en mi larga vida de sacerdote he visto morir a muchos santos, pero nunca he visto morir a un ateo. Por eso me quedo al pie de su cama, para verlo morir».
El enfermo guardó silencio unos minutos, abrió los ojos, me miró y me dijo: «Siéntese, pues, y hablemos». La confesión duró dos horas. Al amanecer del día siguiente murió. En ese momento sentí muy profundamente la acción del Espíritu Santo.
Carlos Marín
Bogotá (Colombia)
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