«Me hice sacerdote -respondí sin dudar- para poder celebrar la misa».
Celebrar la misa me trajo mucha felicidad la primera vez que lo hice, hace 56 años. Y esa felicidad es, quizá, cada vez más grande.
Celebrar misa y alimentar al pueblo de Dios con el Pan de vida es un privilegio más allá de lo que cualquier hombre pueda merecer. Para prepararme -lo he hecho durante años- paso media hora en silencio meditando lo que el Señor le dijo a Moisés: «¡Quítate las sandalias de los pies, porque estás pisando un lugar sagrado!» Ninguno de nosotros es digno de entrar en la presencia del Dios Santísimo. Por eso al inicio de la misa pedimos perdón tres veces.
Escucho con atención la lectura (dos los domingos) y el evangelio. Si no hay diácono lo leo yo mismo. Luego, con toda la convicción y el fervor de que soy capaz, proclamo el amor que nunca nos abandonará: lo hago brevemente entre semana y con más detalle los domingos.
Mi aprecio por la liturgia de la Palabra ha ido aumentando con los años. Me gusta citar un texto del Concilio Vaticano II, de la Constitución Dei Verbum: «La Iglesia siempre ha venerado las Sagradas Escrituras así como venera el Cuerpo del Señor...» (num. 21).
Sin embargo, la Plegaria Eucarística es para mí el corazón de la misa. Son pocas las veces que no me conmuevo con las palabras de la institución, dichas por el Señor mismo, «esto es mi Cuerpo» y «esta es mi Sangre», que fascinaron incluso a Martín Lutero. Yo las recito despacio, con reverencia y asombro, ligeramente inclinado sobre la patena y el cáliz, como indican las rúbricas.
¿Esto le ayuda a alguno? No lo sé. Al menos a mí me alimenta. Nadie ha deseado tanto los brazos de su persona amada como yo el encuentro diario con el Señor. Esos momentos preciosos con Él, repitiendo sus palabras, son literalmente el momento más alto de mi día. Los recuerdo en este mismo instante y ya estoy deseando repetirlos mañana.
Yo me hice sacerdote no para estar con la gente, sino para estar, en una manera más íntima, con el Señor. Admiro a los sacerdotes que experimentan esto mismo a través del ministerio pastoral. Yo los considero superiores a mí, mejores sacerdotes y mejores personas humanas. Yo experimento más al Señor en el altar. El ministerio con la gente te puede llenar, pero es también frustrante. No todos quieren lo que el sacerdote ofrece. En cambio Dios siempre nos quiere. La alabanza que le ofrezco al Señor es imperfecta, pero nunca la rechaza. Y para mí el ofrecimiento de esa alabanza nunca falta.
Me conmovió mucho una tarjeta navideña, la pasada Navidad, de la madre de tres niños pequeños. Quizá no es muy devota, pero siempre está ahí los domingos, siempre lista, con una sonrisa o una palabra alegre al llegar a la iglesia y al final de la misa. Me escribió: «Usted celebra cada misa como si fuera su primera misa... y como si fuera la última».
John Jay Hughes
Saint Louis (Estados Unidos)
100 historias en blanco y negro
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