De pequeños, éramos creyentes convencionales: nos enseñaron que había que ir a misa y cumplir los mandamientos de la ley de Dios, porque él así lo mandaba; no teníamos mucha idea de quien era, pero le teníamos un respeto de miedo, por aquello tan popular en aquel tiempo: "No hagas eso que Dios te castigará", o cuando algo malo te pasaba "¿Ves?, por ser mala Dios te ha castigado". Claro, con esas referencias cualquiera se interesaba por saber más de él.
Pero todo esto fue cambiando con el tiempo. Mi marido y yo nos conocimos de adolescentes. Íbamos a misa los domingos y fiestas de guardar; nos lo habían enseñado así y además nos apetecía. Él sabía algo más de religión que yo. Fuimos novios durante 8 años. Cumplíamos juntos con la Iglesia.
Cuando nos casamos tuvimos la suerte de situamos en un barrio nuevo del norte de Madrid. Como no había iglesia, teníamos que tomar el autobús para ir a misa; hasta que llegaron los niños. Con ellos no era tan fácil moverse del barrio, y estuvimos bastante retirados de la Iglesia.
Un buen día nos visitó un cura que dijo ser el párroco del barrio. Explicó que celebraba las misas en un local comercial que le había cedido la empresa constructora; que también había grupos de adultos para reflexionar sobre la vida y el evangelio, y catequesis de primera comunión y para confirmación. Mi marido y yo nos alegramos con su visita, ya que teníamos a la niña con dos meses, y aún no estaba bautizada (el niño, de dos años, lo bautizamos en otra parroquia). A partir de ese momento empezamos a ir a misa a dicho local, y empezamos a conocer gente, a hacer amigos, a colaborar en las tareas parroquiales. Un día el cura me propuso asistir al grupo de mujeres, que me iba a gustar, y que iba a aprender mucho sobre la Biblia y sobre la vida misma, porque allí se hablaba de todo. El primer día salí impresionada: me sentí una analfabeta, una inculta; allí la gente se expresaba con tal facilidad de palabra y hablaban de Jesucristo como si fuera su mejor amigo, decían pasajes de la Biblia y no sé cuantas cosas más... Yo que no tenía ni Biblia, ni había hablado en mi vida en público; ese día me dieron una buena lección. Desde esos días hasta hoy no he dejado de interesarme por todo lo que no estoy al día, sobre todo por la vida de Jesús. Hace catorce años que soy catequista de primera comunión. Han ido pasando los años, y mi marido y yo hemos madurado mucho en la fe; pertenecemos aun grupo parroquial de parejas; hemos aprendido a compartir todo lo bueno y lo malo que la vida nos depara, a escuchar a los que necesitan decir algo, y a hablar nosotros cuando necesitemos ser oídos.
Años atrás tuvimos un problema con nuestra hija. Llegó a la adolescencia y no supo qué hacer: empezó a cambiar el carácter, pasó de ser una niña dulce, callada, estudiosa, a ser un caos: enfadada todo el día, contestaba por todo, perdió el interés por el colegio, pasaba horas encerrada en su habitación, a veces sola, a veces con amigos; nuestra convivencia dio un giro de 180 grados, y llegó el momento que nos rehuíamos para no discutir. Vivíamos en una misma casa, pero no juntos. Un día, en vista de que no se levantaba para ir al instituto, abrimos su habitación, y cuál sería nuestro horror al ver que se había ido con su macuto dejando una nota sobre la cama (muy trágica, aún nos duele recordar lo que ponía). ¡Qué horas tan terroríficas pasamos! ¡Qué impotencia, qué revuelo entre la familia, la policía, la parroquia, todos a la búsqueda de la criatura!
Esa misma noche se presentó en casa de su abuela, y le rogó que no nos lo dijera; pero mi madre nos llamó para tranquilizamos. Esa noche, mi marido y yo la pasamos haciéndonos muchas preguntas: ¿en qué hemos fallado? ¿qué es lo que no hemos hecho bien? ¿qué tendrá en contra de nosotros para reaccionar así? ¿es que no sabemos ser padres? Era tanto el dolor que sentíamos que no hallábamos respuestas. Pasó un mes y volvió a casa. Procurábamos hablar con ella, le preguntábamos si tenía algún problema, que confiara en nosotros, que estábamos a su lado con ganas de ayudar. Pero al parecer no tenía ningún problema: eran figuraciones nuestras. Siguió estudiando y repitió dos cursos; íbamos tirando en nuestras relaciones, unas temporadas mejor y otras no tanto; llegó a la universidad, y con el cambio de lugar de estudios se la vio más animosa, más comunicativa, parecía que la familia empezaba a funcionar; pero llegaron los exámenes finales y no sacó ni una. Aprobó una en septiembre. Eso la desmoralizó tanto como a nosotros. De nuevo volvió a las andadas, pero esta vez con más fuerza y más desafío que antes. Pedimos ayuda a psicólogos, al párroco, al grupo parroquial, y según 1a mayoría tenía que salir de nuestra casa para que se realizara y se aclarara con sus ideas. Eso fue lo más difícil, tenerle que decir a un hijo: "tienes que irte de casa por bien tuyo y nuestro"; yo hacía novenas a todos los santos que me decían que eran milagrosos; por las noches, en la cama, mi marido y yo nos encomendábamos a Jesucristo y le pedíamos fuerza para saber llevar esta cruz, como él la había llevado.
Antes de hablar con ella, hicimos gestiones para que fuera a Irlanda de au-pair, le pagábamos un curso de inglés, y ella trabajaba para ganarse el sustento (ya tenía 21 años). Cuando se lo comunicamos fue horroroso: reproches, palabrotas, llantos, pero su padre le dijo con toda serenidad: "cuando te calmes, ve haciéndote a la idea, porque no hay otra opción"; a los veinte días se fue, y nosotros nos quedamos con el corazón encogido de miedo, con las ganas que teníamos de ayudarla, y lo mal que nos había salido todo.
Las primeras cartas es mejor no mencionarlas; estábamos viviendo una pesadilla. Después, poco a poco, fue cambiando de actitud: ya no sólo eran reproches; contaba cosas que le pasaban, que en el "cole" le iba bien con el idioma, y cosas que nos servían de sosiego y de esperanza; un mes antes de volver nos habló de un chico, y cuando hablamos por teléfono nos describió cómo era: se le notaba contenta, ilusionada.
Cuando vino la recibimos con todos los honores y el cariño de padres y hermano (que, pese a todo, la apoyaba siempre y la quiere mucho); pero al llegar nos planteó que no se quedaba a vivir en casa, que prefería independizarse, y nosotros la respetamos y la ayudamos en lo que hemos podido. A los pocos días, su hermano nos dijo: "Creo que la niña ha pegado un cambio; ha venido muy madura y enamorada". Desde que llegó, venía casi todos los días a comer a casa, se iba al trabajo, y luego volvía por la noche para ver a su padre. Ahora convivía con nosotros más que cuando vivíamos en la misma casa. Estábamos contentos.
A los tres meses de estar aquí, vino a visitarla el muchacho de Irlanda; nos lo presentó y nos pareció estupendo; ella estaba radiante de felicidad. Así han estado casi dos años: con cartas, llamadas y visitas cuando era posible. Este tiempo ha sido bueno para todos nosotros. Había mucho cariño, mucho diálogo y muchas esperanzas. El día 20 de octubre de 1998 decidió irse a vivir a Irlanda, y allí está. Nos llamamos una vez por semana; y todos los días, al decimos adiós, añade: "Os quiero mucho". Y nosotros hemos comprendido que no por estar más juntos se es más feliz; también se puede querer mucho en la distancia, lo importante es hacerlo.
Ignacio Arranz (1945) Marisa Velázquez (1946) Casados en 1971
Lo más reciente