Un largo camino hasta llegar «a casa»

 

Por Bárbel Martens de Marina. Ya no puedo ni debo esperar más tiempo para contaros cómo ha sido mi conversión. Creo que debo dar testimonio de cómo ha sido mi paso desde una postura anticatólica, casi atávica, hasta ser ahora una católica practicante, creyente, convencida y agradecida; cómo yo, una protestante del norte de Alemania, llegué «a casa», volviendo a la Iglesia verdadera, fundada por Cristo en los Apóstoles. Es, como decís vosotros, volver al rebaño.

Procedo de una familia protestante del norte de Europa, donde la gente es «históricamente» luterana desde hace siglos.

Ser protestante allí no significa sencillamente pertenecer a una iglesia determinada. El hecho tiene, también, una fuerte connotación sociológica. En Alemania pasa en cierta manera como en Inglaterra o en Estados Unidos: ser protestante es, además y más bien, formar parte de un determinado estrato social, de un status. Y, por lo común, significa estar activamente en contra de los católicos. Se los suele catalogar como un rango social inferior, como gente inculta e hipócrita: según piensan los protestantes, un católico puede pecar lo que quiere; luego va, se confiesa... y ¡listo!. Puede parecer exagerado, pero eso es lo que yo he oído de mis mayores desde mi infancia.

No me interesaba ninguna iglesia

Por eso me sorprendió y me produjo cierta vergüenza cuando, a mi llegada a España, descubrí que - salvo excepciones, claro, que también las había- los católicos normalmente no habláis mal de los protestantes, sino que soléis rezar por su conversión, por la unión de las iglesias, y habláis de «nuestros hermanos separados» cuando os referís a ellos. Esto pasa, por lo menos, en España, como he podido comprobar, Tal vez la razón sea que aquí prácticamente nunca ha habido protestantes y no ha habido roce.

Sea lo que fuere, a mí no me gustaba el protestantismo; «pasaba» completamente de él, sobre todo tras sufrir alguna decepción con pastores luteranos. Pero esto no era razón suficiente para convertirme al catolicismo, ni muchos menos. Yo tenía las cosas claras: podía vivir al margen tanto del protestantismo como del catolicismo.

Más tarde, cuando ya estaba en España y en contacto con muchos católicos practicantes, me empezó a parecer racionalmente sospechoso que alguien se hubiese atrevido a fundar una iglesia, que emergía de la católica, pero al margen del Papa de Roma; sin la confesión; donde la comunión es simbólica; y sin culto a María. Esto, quince siglos después de que Jesucristo fundara la Iglesia.

Sin embargo, yo estaba segura de que, aun así, nunca me iba a interesar la religión católica. Tenía mis propias ideas y una especie de compromiso social con mi familia: aunque no practicara la religión, yo estaba anclada en el mundo del que procedía. Mi padre y toda su familia eran luteranos; mis vecinos y amigos, también. Mi madre nos había abandonado cuando yo tenía dieciocho meses y se había ido a vivir a Viena, sin ocuparse de nosotros. No podía ser de otra forma: ¡era católica! Esto, escuchado a mis mayores desde que tengo uso de razón, tampoco ayudaba a querer a los católicos.

En España, entre católicos

Viviendo entre ellos, en España, podía tolerar o respetar a los católicos... siempre -¡muy importante!- que a mí me dejaran en paz. Eran una realidad en mi nueva patria, pero no me atañían. De modo parecido a como por ser alemana era «diferente», también era libre de pensar lo que quisiera.

En 1964 vine a Madrid, a estudiar. Enseguida conocí al hombre, español y católico practicante, que ahora es mi marido. Para casarnos, tuve que comprometerme a que mis hijos fueran educados en la religión católica. Mi marido, otros miembros de la familia y los colegios se ocuparon discretamente de la educación religiosa de nuestros cuatro hijos. Yo me mantuve al margen; consintiendo, pero no participando.

Seguramente he podido convertirme, después de vivir veintinueve años en España, gracias a que mi marido nunca hizo la menor presión sobre mí, respecto a la religión, asistir a misa, convertirme, etc. Su exquisita discreción, su respeto hacía mí y su tolerancia lo hicieron posible.

No todas las personas actuaron igual. En alguna ocasión fui objeto de un cierto menosprecio por parte de gente poco culta. Recuerdo a una señora, pía e impetuosa, que quería convertirme a toda costa. Otra, una pariente quería obligarme a convertirme al catolicismo «ya mismo», casi amenazándome. Estas actuaciones retrasaron, por lo menos diez años, mi amistad con la idea del catolicismo. No me quejo, pero pienso que nunca se debe hacer eso.

Lo que hay que hacer, sobre todo, es rezar. He vivido durante muchos años al lado de personas practicantes, que seguramente han rezado a diario por mí, por mi conversión, sin que yo lo supiera. He visto y vivido auténticas muestras de fe viva por parte de estas personas, que depositaban toda su esperanza en Dios y en la Virgen María. Sin que yo me diera cuenta, tanto roce, tanta perseverancia en la fe de las personas que me rodeaban, me han ido limando y moldeando imperceptiblemente, como el oleaje constante moldea las rocas.

Dios te ronda

Y comenzaron a ocurrirme cosas extrañas. Ahora veo que Dios ha salido a mi encuentro. Dios te ronda, te busca, te cita, se hace el encontradizo.

Soy periodista, corresponsal extranjera para Alemania, y viajo bastante. Durante una época cubría bastantes temas de contenido esotérico, sobrenatural etc., que me pedían, porque estaban de moda en Alemania. En cierta ocasión hice un reportaje sobre unas supuestas apariciones marianas en una provincia española. Naturalmente, mi pragmatismo no me permitía creerme aquello. Pero hubo algo que me dejó bastante confundida. El lugar era un erial, donde normalmente olía a basura. Sin embargo, después de la supuesta aparición de la Virgen se advertía un fuerte olor a rosas. Mi marido, que estaba conmigo, también percibió el perfume. ¡Qué raro!, pensaba yo, ¡qué cosas me pasan!

Más tarde, una de las muchas veces en que visité con mi familia la iglesia del Santo Cristo de Limpias cerca de Santander, robé una pequeña rosa de un arbusto delante de la iglesia y la puse bajo el Cristo. ¡Qué sorpresa cuando en los pies del Cristo veo una gota de agua! Dicen que el Cristo es milagroso y a veces llora. Me fui de allí toda emocionada.

Otra vez tenía que hacer un reportaje cerca de Santiago de Compostela. Me alojé en el Hostal de los Reyes Católicos, junto a la Catedral. Por la mañana, antes de salir hacia el pueblo, disponía de algún tiempo y decidí hacer una visita turística a la catedral, que no conocía. Fui casi directamente al sarcófago del Apóstol. Sabía que allí había estado rezando, arrodillado, el Papa Juan Pablo II. Estaba completamente sola y quise copiar al Papa, por pura curiosidad..., cuando entro un sacerdote y me preguntó si le podía asistir, porque - me dijo- había venido como peregrino, desde Perú, ex profeso para celebrar misa delante del túmulo del Apóstol. Le dije que yo no era católica. En aquel momento entró otra señora que, sin decir palabra, tomó mi lugar. Por una extraña razón yo permanecí de rodillas, y empezaron a saltárseme las lágrimas que fueron en aumento. El sacerdote celebró la misa, que parecía para mí. Y yo llorando como una Magdalena, de rodillas, clavada allí delante del Apóstol durante toda la misa. Salí de la catedral profundamente tocada, como transformada.

Cuando, a continuación, fui a realizar mi trabajo, la persona que iba a entrevistar se negó. Es la única vez, en toda mi carrera de periodista, que no he podido hacer ningún tipo de reportaje después de un viaje tan costoso. Parece que esta vez tenía que ir a Santiago solamente para asistir a la misa de aquel sacerdote peruano. Ahora no me extraña el suceso: el apóstol Santiago, ¿por qué no iba a cristianizarme también a mí? El suceso de la catedral me ha dejado marcada de por vida: después de esto pedí a Dios que me diera fe.

De todas maneras, recuerdo un día de mayo de 1992 en que fuimos mi marido, algunos de mis hijos y yo a Colmenar Viejo, a la ermita de la Virgen de los Remedios. Yo iba, porque me gusta ir al campo con mi familia. Una vez allí, un sacerdote que nos acompañaba me invitó a rezar con todos. Yo le respondí algo así como: «Por favor, no malgaste sus esfuerzos, porque ¡yo nunca me haré católica!»

Once meses después me convertí.

Tres sacramentos

Mi padre fallece en noviembre de ese año. A partir de este momento me invade el deseo de hablar con un sacerdote, para contarle mi vida y pedir consejo. No quería nada más. No pensaba en convertirme; quería solamente «soltar lastre» y comentar las cosas que me habían ocurrido. Ahora ya podía hacerlo, porque mi padre había muerto. Ya no podía defraudarle, pasándome al enemigo; aunque -insisto- yo sólo quería hablar, o tal vez encontrar ayuda. Antes de nada, mi hija Bárbara me puso en contacto con una amiga suya, Regina, que pertenece al Opus Dei. Hablamos. El diálogo era fluido. En muy poco tiempo vi todo claro: quería entrar en la Iglesia Católica. Empecé a ir normalmente a misa, llorando prácticamente desde el principio hasta el final, sin poder remediarlo. Cuando le dije a mi marido que iba a convertirme no se lo creía; solamente me preguntó si lo había pensado bien y sabía lo que iba a hacer.

Después del lógico período de instrucción, hace ya más de seis años que me convertí. El 17 de abril de 1993 los sacerdotes don Bernardo Robledo y don Jorge Salinas me administraron los sacramentos de la Confirmación y de la Primera Comunión, en la Cripta de la Basílica de San Miguel de Madrid, después de una, también primera, confesión de los pecados de toda mi vida. Quise una celebración íntima, solamente con los más allegados de mi familia y algunos amigos, sin fotógrafos.

Como he dicho, me emociono y, sin poder remediarlo, lloro a lágrima viva durante la Misa. Como tenía que leer el Credo, el pobre don Bernardo tenía muy fundados temores de que mi llanto no me dejaría leer. Pero estaba pletórica: sentía dentro de mí la fuerza viva del Espíritu Santo, que me llenaba y me llena todavía. Rezaba el Credo con una seguridad, un júbilo interior, una felicidad y un convencimiento tales, que me tuve que aguantar, al final, para no gritar de forma rotunda: «Y lo digo y lo creo con todas mis fuerzas y con todo mi corazón!» Dos angelotes rubios - mis nietos Fernando y Nicolás, de cinco y dos años- sujetaban entre sus manitas el atril, donde reposaba el texto del Credo, y lo movían entusiasmados. Era un momento glorioso, increíble.

Como no podía ser de otra manera, el maligno, justo en el momento de la Comunión, se metió por medio, con sugerencias inoportunas, zafias, en un último intento de obstaculizar lo que yo estaba haciendo, de distorsionar la situación, de malograr el momento glorioso. Resultó duro, pero para mí fue como una rúbrica de que «la cosa había sido todo un éxito».

Encontrar a María

Había empezado para mí un largo camino en el conocimiento de Dios. Comencé a tratarle más, en Jesucristo; a frecuentar los sacramentos; a leer la Biblia y otros libros; a tener dirección espiritual con sacerdotes... Empezaba un rodaje que nunca va a tener fin, mientras viva. Es como ir por agua a un inmenso océano: cojas la que cojas, el agua ni siquiera disminuye un poquito. Además, Dios, que es Amor, quiere que le ayudemos en su creación, que seamos a la semejanza de Jesucristo, que propaguemos el amor que Él nos trajo al mundo: que amemos a nuestro hermano y, con nuestro ejemplo y entrega, lo llevemos hacia Dios.

En ese camino mío hubo al principio un obstáculo: tenía que tratar y frecuentar a la Virgen María. Pero, por mi historia personal - tengo una percepción distorsionada de la figura materna respecto a mí- y por la marginación virtual de María en el luteranismo, no podía tratarla, no sabía como hacerlo. Y, sinceramente, al principio tampoco veía o sentía la necesidad. Pero, no sé por qué, empecé un día a rezar el Rosario. Estábamos haciendo senderismo en la Sierra de Cercedilla. mi marido y yo. Era un día glorioso, soleado, en un paisaje magnífico. Me sentía cerca del cielo, y le dije a Fernando que quería rezar el Rosario. Lo rezamos; y todavía hoy, cuando pienso en ello, me emociono.

Aquel día empecé a tratar a la Virgen María, sin percibir siquiera que me había estado esperando toda mi vida. No ocurrió ningún milagro visible, ni había vencido todos los obstáculos. Pero algo en mi vida había cambiado: sin saberlo, había emprendido el camino hacia mi Madre. Todavía faltaron años y muchos rosarios. Mi madre es María y ahora sé que Ella me ha protegido: a lo largo de toda la vida, me ha guiado y me ha llevado a donde estoy. Ella cuidó de que no me pasara nada, durante mi desprotegida infancia y juventud. Ahora tengo madre. Además pude íntimamente perdonar a la otra; rezo por ella a diario, para que se reconcilie con Dios y pueda ir al cielo; y os ruego a vosotros que, por favor, también recéis por ella.

Mi marido dice en broma que los neoconversos somos terribles; que, una vez convertidos, somos «martillo de herejes». Es broma. Pero, como recién llegados, tenemos una percepción de la cosas más fresca, menos gastada; somos capaces de ver claro, de entusiasmarnos y maravillarnos. Tenemos otra plataforma de percepción, que los que sois católicos de nacimiento por la gracia de Dios.

A los católicos de España

Nuestra situación no deja de tener algunas ventajas. Por esa razón, voy a permitirme el atrevimiento de deciros algo que siento respecto a la situación de la Iglesia Católica en España: tenéis el gran privilegio de haber sido cristianizados en el siglo primero. Y eso es un privilegio extraordinario. En España el mensaje de Cristo fue defendido frente al Islam y otras influencias; y ha podido extenderse desde España al Nuevo Mundo. ¿Por qué no defendéis este tesoro con más convencimiento, más entusiasmo, más energía, más unión, más entrega, más pureza, y más sentido de responsabilidad? ¿Por qué permitís las dudas, las componendas, el «descafeinado», el camino - en definitiva- hacia un protestantismo encubierto? ¿Por qué no defendéis a la Iglesia de Cristo con más vehemencia, con más audacia y más amor? Espero que sepáis perdonar mi atrevimiento, pero sentía la necesidad interior de decíroslo.

(Publicado en Palabra, marzo 2000, nº428)


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