El marido era catequista. Su joven esposa estaba embarazada. Esperaban su primer hijo con gran gozo. El viernes llegué para celebrar la misa cuando supe que ella acababa de dar a luz. Comencé a celebrar cada semana la misa con Jean Joseph, sus padres y unos cristianos de aquel pobre barrio africano. Muy pronto los padres llamaron a esta misa la «Eucaristía del niño».
Después de un año y medio nos dimos cuenta de que el niño tenía una enfermedad mental que le hacía parecer un muñeco de trapo. Jean-Joseph no reaccionaba a la voz de su madre, ni tampoco veía la cara de su padre. Sus padres se fueron alejando gradualmente de él. Por primera vez me encontraba ante una situación de rechazo por parte de los padres hacia su hijo. Comencé a experimentar tristeza e impotencia. El impacto y la desesperación habían sido demasiado grandes como para que ellos pudiesen aceptar la discapacidad de su hijo. En una sociedad en que la discapacidad es considerada como un castigo de Dios y fácilmente se abandona a estas personas, dejándolas morir de hambre, yo sentí un deber de pastor ante esta enorme injusticia.
Para ayudar a los padres a aceptar a su hijo, siempre lo tomaba en brazos durante la misa, para presentarlo al Señor, pidiendo que él ayude a sus padres a acogerlo. En cada Eucaristía yo ofrecía junto al pan y al vino este cuerpo herido, agotado e impedido, para que se convirtieran en el Cuerpo vivo que da la vida.
Un miércoles por la tarde, el niño se sentía muy mal y fui llamado para celebrar la eucaristía. Parecía que iba a morir, que estaba muy débil. Había perdido peso por el calor y la enfermedad. Estaba al final de su vida. Yo celebré la «misa del niño» con sus padres y algunos vecinos. Como de costumbre, tomé al niño en mis brazos, en la que iba a ser su última misa. En el momento del Padrenuestro, con su padre y su madre, que ya habían aceptado a su hijo, recitamos la oración de Jesús. Cuando dijimos «danos hoy nuestro pan de cada día» el niño abrió débilmente los ojos, nos miró y los cerró de nuevo, para ver por fin a Dios. Así se despidió de sus padres, durante la Eucaristía en la que había participado durante 18 meses.
Este niño es el símbolo de mi sacerdocio. Él y yo llegamos a África al mismo tiempo. Gracias a su nacimiento yo pude elegir vivir mi sacerdocio con los pobres y para los pobres. Jean Joseph es el cuerpo de Jesús sufriente. Un cuerpo herido que Dios usó para decirme que yo soy pobre, débil y miserable frente a la pobreza del mundo, y al mismo tiempo, que la potencia y el misterio de la Eucaristía y del sacerdocio pueden cambiar el mundo. Hoy, cuando voy a celebrar la Eucaristía, veo de nuevo a Jean Joseph. Y me dejo invadir por la fuerza del cuerpo de Cristo, ofrecido para salvar al mundo.
André Gagnon, SJ
Montreal (Canadá)
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