Tranquilízate que pronto se pasará

 

Una tarde de febrero de hace siete años, en el consultorio de un radiólogo de Ragusa, me enteré de que mi hija Serenella, de dieciséis años, tenía un tumor en las costillas. La noticia me dejó trastornada y se me clavó una espada en el pecho. Después vino el viaje al Rizzoli de Bolonia, mi terror al verme rodeada de muchachos con el pelo caído que estaban haciéndose radioterapia, las terribles noches en la habitación del hotel, noches en las que me hundía en un túnel negro, aunque dejase siempre la luz encendida.

Y todo esto vivido sin Dios. Durante largos años yo había vivido teniendo por lema las palabras que mi paisano Pirandello pone en labios de la Verdad: «Para mí, yo soy lo que la gente piensa que soy». Esta frase me la había repetido una y otra vez para paladearla y hacerla mía; con ella saboreé el embrujo de la duda y la convertí en el compendio de mis razonamientos sobre el sentido de la vida.

La mañana siguiente a la operación me desperté muy temprano, oí los quejidos de Serenella y me di cuenta de que habían sido sus quejidos los que habían interrumpido mi sueño; salté de la cama y corrí a su lado: estaba aún inmóvil, apoyada en un montón de almohadas y atravesada por una miríada de tubos. Le di un beso, le arreglé el pelo y reanudamos la conversación con los ojos y con gestos, porque la sonda que tenía en la nariz no la dejaba hablar bien. Pero por la noche la situación cambió de golpe: se intensificaron los dolores y las molestias debidas a los tubos y a la postura en que tenía que estar. Lloraba y gritaba. «Tranquilízate, Seré -le decíamos-, que pronto se pasará. Cada hora que pasa es un alivio y te irás poniendo mejor». «¡No habléis! ¡No digáis nada! ¡Sufro demasiado! ¡Me quiero morir, me quiero morir!»

No esperábamos una crisis asi. ¿Qué podíamos hacer, cómo consolarla? No encontrábamos palabras para calmarla. Para su llanto y su aflicción de nada servían nuestras palabras, y todos nuestros esfuerzos por consolarla sólo servían para disgustarla más. Como si su dolor estuviese demasiado lejano para podernos acercar a él de alguna forma: un dolor, no sólo intenso, sino de una naturaleza distinta. Entonces pensé que a las personas que están para morir o que están sufriendo mucho se les dan los consuelos religiosos. No tenía ni la menor idea de lo que había que decir en esos momentos, pero entendí que no había palabras más apropiadas que esas oraciones y esas súplicas. Se me ocurrió que a Serenella, que sabía rezar, podrían hacerle bien algunas lecturas de tipo religioso. Me vino a la mente aquel librito que le hacía leer la maestra en la escuela primaria y del que copiaba algunos párrafos en su diario escolar. No sabía quiénes eran sus autores ni que estuviese dividido en capítulos y versículos. En una palabra, yo nunca había abierto un Evangelio.

«Serenella, ¿quieres que te lea alguna página del Evangelio?», le pregunté temerosa, esperando haber acertado. «Sí, mamá, léeme el Evangelio», me contestó, con tono de entrega y abandono. Mi marido se fue corriendo a pedir uno a los capellanes del hospital. «¿Qué quieres que te lea?», le pregunté, con miedo a no conseguir encontrar fácilmente el pasaje que me pidiese y avergonzada de mi ignorancia. «Léeme la Pasión», contestó. Los pasajes de la Pasión son fáciles de encontrar, están al final, pensé, y eso me tranquilizó. Me senté a su lado y empecé a leer.

Tengo un recuerdo bien vivo de aquel momento. Sólo teníamos encendida una lamparita, de débil luz amarillenta que se proyectaba sobre la pared, para que no la molestase la luz. La postura vertical, el rostro brillante por las lágrimas y reclinado, el pelo largo suelto, los tubos de drenaje que le salían por todas las partes del busto, la sonda que tenía en la nariz, los hilos de Kirsclmer que le sujetaban las costillas operadas, y luego aquel tosco camisón del quirófano que aún llevaba puesto, todo tenía el aspecto de un drama muy similar al que yo estaba leyendo. Lo que se describía en aquellas páginas yo lo tenía ante mí, revivido ahora en la carne de mi hija.

Yo leía: «Lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y trenzando una corona de espinas se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y doblando ante él la rodilla, se burlaban de él diciendo: ¡Salve, rey de los judíos! Luego lo escupían, le quitaban la caña y le golpeaban con ella la cabeza». Yo leía lentamente, y mientras tanto Serenella iba dejando de quejarse. Las lágrimas de sus mejillas se secaron. Luego, de pronto, se durmió. La hija se dormía y la madre... ¡se despertaba! Aquella noche dejé de ser atea y empecé a ser creyente. No es que hasta entonces me hubiese rebelado ante el dolor, pero no lo entendía, no entendía su porqué, su sentido. Ahora, la belleza de aquellas páginas y de las palabras pronunciadas en la cruz, y la misma petición de mi hija de que le leyese párrafos de la Pasión, me iniciaron en su misterio y en su sabiduría. Aquella noche empecé a entender todo el encanto que puede existir en el dolor inocente.

Fuente: Raniero Cantalamessa, Querido Padre...


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